martes, 11 de febrero de 2014

El 4 de Febrero una utopía democrática (II)

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OPINIÓN
NELSON GUZMÁN

En el siglo XIX, las guerras civiles las sufrimos por doquier, de norte a sur, de este a oeste, todos se alzaron. El caudillismo pensó que el mundo ético estaba en la palabra, los caudillos ofrecieron sus batallas por dondequiera, el país lucía desorganizado, atrasado, los hombres eran víctimas de los mosquitos, de la insalubridad de las aguas, las diarreas, y el paludismo diezmó al país. La tuberculosis se convirtió en una enfermedad endémica. El latifundio convirtió el trabajo campesino en tortura. El conservadurismo luchaba contra el liberalismo, pero a la postre todo parecía ser lo mismo. Los caudillos antepusieron sus visiones del mundo, el país estaba sumido en el atraso. La democracia era simplemente un sueño. Esta esquizofrenia sorprende al siglo XX venezolano. Cipriano Castro y Gómez ejercen el poder de manera autocrática. La megalomanía de Castro fue insoportable e inadecuada para un siglo que comenzaba, sin embargo contó con su hondo nacionalismo, tuvo también la convicción de que había que preservar a la Patria de la planta insolente del dominador, éramos soberanos y así deberíamos continuar. Castro fue seguidor del ideario de Simón Bolívar. Castro se había formado en Colombia en el ideario liberal de los hermanos Uribe Uribe. En cambio, Juan Vicente Gómez fue un caudillo silencioso y montaraz que se puso, inmediatamente después del golpe de Estado que le dio a su compadre Cipriano, a la orden de los Estados Unidos. Venezuela continuaba siendo un país atrasado donde las armas eran el único ajuste posible.

Desde los años en que ejercía la Vicepresidencia Gómez, las luchas contra Nicolás Rolando en el Guapo, contra los hermanos Ducharnes, contra los Peñaloza en los Andes fueron indescriptibles, el país no había conocido tregua desde la independencia. La tuberculosis y el atraso azotaban a Venezuela. En aquel polvorín, el 11 de agosto de 1929 desemboca en Puerto Sucre (Cumaná) Román Delgado Chalbaud, a través del garibaldismo se intentaba desajenar del poder a Gómez, cosa imposible, el gobierno acababa de introducir la Aviación Militar en el país. Todo esto indicaba que entrábamos en el siglo XX asaltados por la devastación de la guerra, desde allí no hemos conocido la paz. La futura democracia había quedado traumada por el imaginario de la severidad y de la guerra. Los sucedáneos de aquella atroz dictadura de 27 años fue la generación del 28.

La generación del 28 conoció el fuetazo, el balde de agua frío que recibían los presos a medianoche en los calabozos, pero nada de eso les valió en el aprendizaje de que la democracia debía sostenerse en el disenso. Llegados al poder, por segunda vez, luego de la caída de Marcos Pérez Jiménez construyen una democracia que arrastrara los viejos vicios de la barbarie gomera. La disidencia fue castigada con métodos muy lejanos a la democracia, se allanaban a tiro limpio los sindicatos contrarios al partido Acción Democrática. El levantamiento armado fue inevitable y los jóvenes conocerían la muerte, las cárceles, las torturas y las desapariciones. Definitivamente seguíamos hundidos en el fondo del mar. Generaciones enteras fueron fustigadas por la represión. Los demócratas del 28 siguieron conservando una institución como la recluta. Nuestro Ejército fue formado en la Escuela de las Américas. Las epopeyas militares de los siglos XIX y XX fueron sufragadas y aceradas en los buenos negocios, en el contrabando de armas, de whisky y de diversos insumos, desde allí no íbamos para ninguna parte. El espíritu no se había sosegado, la rebelión seguía en nuestra psique. No podíamos tolerar el modelo impuesto por el imperio. Venezuela continuaba siendo ajena para todos.

La vergüenza de lo nacional.

Venezuela era un país que había sido obligado a renegar de sus épicas. La cultura nacional no tenía valor alguno, la música venezolana estaba condenada a la emisión madrugadora. El sentimiento de desprecio a lo fabricado en el país era inmenso. La cultura mayamera había tomado la conciencia colectiva. Los petrodólares habían facilitado la construcción de un mundo irreal. En Venezuela comenzaba a desmoronarse una larga forma de interpretación política de lo nacional. Tanto la historia romántica, como la positivista contienen unos recursos explicativos de los procesos de cambios sociales. Para los románticos, lo más importante era la hazaña, el gesto inmarcesible; para los positivistas la ciencia debía triunfar. Sin embargo, el tino interpretativo de la Venezuela neoliberal estaba basada en los intereses del Fondo Monetario Internacional. América Latina debía imponer los gobernantes que tuvieran la autorización de los imperios. Debíamos olvidar los asaltos de los cuales fuimos víctimas en el pasado por las potencias capitalistas. Cipriano Castro contuvo la invasión inglesa y alemana. Posteriormente, se unirían otras naciones. La furia imperial había olvidado el derecho de los pueblos y su autodeterminación, ese gesto de amnesia del derecho ha sucedido en América Latina con frecuencia extrema. Los capitales siempre han reclamado su espacio de control. En Venezuela, la casta militar se mantuvo al servicio de los intereses de los imperios. El bloque mundial de naciones como Francia, Holanda, España y Bélgica presentó reclamaciones de sus deudas.

Venezuela ha estado dependiendo de los precios del petróleo, este ha servido para mantener la ilusión de riqueza, comprábamos en el exterior lo que no producimos, la estabilidad ha sido generada por los ingresos en dólares producto de la venta del oro negro. En la Cuarta República se produjo una nueva casta tutelar producto del petróleo. Pedro Duno los denominó los doce apóstoles. Su libro nos pone en auto de cómo la democracia adeco–copeyana controlaba el país. Lamentablemente muchos de estos personajes han reaparecido en el escenario político venezolano, encarnando un ideal de justicia que nunca practicaron. De un gobernador como Diego Arria Salicetti nos queda el recuerdo de los jugosos contratos que se hicieron con la flota de buses Ikarus importados desde Hungría. En Venezuela ha campeado la corrupción, el tráfico de influencias. La partidocracia impuso la cultura de la influencia, se designaban para los cargos públicos los menos aptos, esto ha impuesto un ritmo en Venezuela de barbarie institucional, pero no solo esto, sino que, en el ejercicio de la justicia, la viveza criolla ha llevado a personajes subalternos a pasarles cartas a sus jefes, especies de conchas de mango, para absolver de sus penas carcelarias a narcotraficantes, fue lo ocurrido con Ramón J. Velásquez y la absolución de Larry Tovar Acuña en 1993. El espacio ético ha estado vulnerado por todas partes, cada quien se creía con derecho a transgredir la ley porque no le temía a las consecuencias.

La modernidad política venezolana vio crecer la extorsión, se impuso la célebre mordida mexicana como hábito, vivíamos en una especie de selva sin ley. La Cuarta República nos legó un espectro de creencias de leyes y de ideales indefendibles. El barraganato se convirtió en una nueva forma de gobierno. El gobierno de Lusinchi vio a Blanca Ibáñez vestir el uniforme militar, cuando el desborde del río El Limón, sin que nada pasara. El país había sido tomado por la desesperanza y la fe, nadábamos en dinero, pero la exclusión crecía. Uslar Prieti dijo muchas veces que con el dinero que habíamos malgastado Europa había reconstruido sus ciudades después de la Segunda Guerra Mundial. El consumismo tomó la mentalidad de la clase media, se creyeron ricos de la noche a la mañana, se empezó a aceptar una inmigración ilegal de los países del Cono Sur que no eran los mejores. No trajimos técnicos, ingenieros, médicos, sino a una población flotante que también nos llegó de las islas antillanas. Como país empezamos a resolver problemas que no eran los nuestros, se colapsaron los servicios, la inseguridad repuntó y la única salida parecía ser resolverlo todo a billetazo limpio. Venezuela era El Dorado, se vivía en el dispendio.

guznelson@yahoo.es

ILUSTRACIÓN UNCAS/CIUDAD CCS

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