viernes, 14 de agosto de 2015

NOVELA Historias de la calle Lincoln (iI)

Portadilla
Viene del número anterior
Pero era de verdad, quiero decir: el ataque. Y para qué ibas a lamentar luego lo de las botas, para qué ibas a maldecir la hinchazón de los pies y a mentarte la madre por no dormir con las botas puestas, por desobedecer un reglamento elemental; para qué ibas a desear ahora estar muerto y no escapando y para qué ibas a preguntarte dónde carajo estaban los demás. Confórmate con tocarte vivo, que menos mal que la fogata que habían encendido estaba apagada para el momento del ataque.
Confórmate con saber que ahora estás lejos del fuego enemigo, como decían los programitas de televisión del canal cuatro, y como te decían después en los entrenamientos, fuera del alcance del fuego enemigo. Confórmate con saber que estás lejos y puedes salir, con un poquito de suerte hasta Acarigua, y, con otro poquito, hasta Valencia. Confórmate con haberte encontrado de compañero a Pereira, que a pesar del pleito por el sobrado, y quién es el que no ha peleado por el sobrado, a pesar de eso es un tipo bueno, como lo demuestra el hecho de haberse quitado una de sus botas para dártela, y luego alternar la pierna con la cual tenían que ir cojeando, un rato la derecha calzada y la izquierda no, un rato la izquierda calzada y la derecha no y así. Qué importa que después haya cantado, el Pereira cantante es un Pereira posterior, no éste de ahorita que comparte contigo las sardinas y las galletas rancias, y ha tenido la suerte de haber arrastrado hasta con una cantimplora, que ahora vale más que un Fal, que una zetaká, que una lúguer, que un emeuno, que todas las armas juntas.
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Y quién iba a pensarlo, que sólo ahora, cuando yo aquí, en Caracas, cuatro años más tarde, escribo lo de las armas, es cuando tú te das cuenta, allá en las serranías de Lara, de Trujillo, de Portuguesa, cuatro años antes, mientras caminas o haces que caminas, intercambiando de cuando en cuando con Pereira, para no terminar de desangrarte un pie, es cuando te das cuenta y dices:
—Coño, ahora que dices emeuno: no tenemos armas.
—Yo no he dicho nada de emeuno —te contesta Pereira. Pensando quizás que a ti te empezaban a afectar la caminata y el hambre y la certidumbre de que estaban perdidos de bola a bola.
—Qué carajo importa eso ahorita —es decir, así siguió diciendo: que no encontremos la carretera a ver si lo vamos a contar después.
Rápidamente, pero demasiado rápidamente tuvieron que improvisar lo del pueblo y lo de la caza y lo de que eran primos y lo de que si no puede pararnos una colita para llegar a Acarigua, estamos extraviados, Pereira, con una voz que daba risa.
Imprevisión, diría el comandante, pero en esas condiciones quién iba a pensar en la coartada, quién; y quién iba a pensar que detrás de la curvita, bajando por la carretera que por fin habían encontrado, bajando, estaba el puente y la alcabala móvil.
Solamente a dos piltrafas desesperadas, como eran ustedes en aquellos momentos, se les podía ocurrir que en la alcabala se iban a comer el cuento de la caza, pero qué vamos a hacer. Así que te acercaste con aquella camisita que apenas te cerraba más arriba del ombligo, la que te había regalado la del ranchito, y con tus pantalones que parecían unos shorts bahamas venidos a menos, de un interesante tono grisáceo, y con tu sonrisita que era la única que te quedaba; y entonces fue que Pereira le dijo lo de la colita al que estaba con la tomson en la mano y con aquella cachuchita de beisbolero que de golpe te hizo pensar, cosa rara, que no estabas allí sino en el campo del Níspero, del otro lado del río, en Altagracia, y que el de la tomson no era el de la tomson, sino Taparepús o Dos Cabezas o quizás Carerrodilla y que la partida de pelota estaba a punto de comenzar, diez años antes.
Sólo que en lugar de decir pleibooool, Dos Cabezas se quitó a medias la gorrita para saludar coquetamente, y dijo:
—Claro que sí, muñecos, si los estábamos esperando. ¡Rafael! Aquí están dos que quieren la colita para la ciudad, guárdales dos puesticos.
Y claro que les dieron la colita, pero no para Acarigua: los llevaron a Comando para que hablaran, porque Pereira se había dejado pescar las “Preguntas de un Guerrillero” y dos absurdas listas de provisiones. Pero eso no era nada mientras no los llevaran como baquianos de vuelta a la Sierra, porque entonces sí que no había nada que hacer: si no cantaban, los fusilaban los de la Digepol, montaña adentro, que era lo más probable; y si cantaban, los dejaban para que el resto de la columna, que en algún lado debía estar, los liquidara.
A la mañana del día siguiente los levantaron temprano, les tiraron dos panes para el desayuno y dos yuntas de alpargatas, porque los pies no les cabían en las botas. Tú empezabas a aliviarte algo a pesar de los culatazos antes de subir al yip, en parte porque casi todo el tiempo te quedabas dormido sobre los digepoles y en parte porque comenzabas a pensar que habías llegado un poco al llegadero.
Te alebrestaste, sin embargo, cuando el digepol bajó en la alcabala del Ejército:
—Los llevamos de baquianos— dijo, y tú te imaginaste la sonrisita, aunque no pudiste verla. Y al lado de imaginarte la sonrisita, sin querer, te llevaste las manos a las bolas y te acordaste que precisamente eran las bolas, además de las orejas, las que cortaban los de la Digepol antes del fusilamiento.
Buena prenda me voy a chupar, pensaste, y te pusiste tan triste que ni hablar, porque ibas a quedar muy ridículo sin orejas, sin bolas, sin nada. No era una forma de morir.
Pereira también lo sabía y tú no decidiste si alegrarte o arrecharte o meterle uno en la quijada, cuando empezó a cantar, tranquilamente empezó a cantar. Después, y no en ese momento, fue cuando te diste cuenta por qué le decían “ojitos” a Pereira.
Después, cuando los bajaron porque esperaban que tú cantaras más tarde, después, cuando pusieron a Pereira a comer delante de ti, sus jugositos bistecs, sus purecitos de papa, sus huevitos fritos, como premio por las altas notas emitidas en la escala improvisada, quién lo iba a decir, en una apartadísima falda de la sierra y no en Milán, su vasito de leche, sus juguitos, hijoeputa, fue que le dijiste, y claro que le echaste un gargajazo en la cara, después, digo, fue que recordaste que antes, cuando había comenzado a cantar, había abierto los ojos de tal manera que tú apenas alcanzaste a pensar éste lo que está es tostao, y toda la cara casi que se le vuelve un par de ojos, “ojitos”, pensaste después, cuando lo escupiste. Debe ser el miedo, qué carajo.
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Si no quieres recordar las torturas, no importa, no las recuerdes, esas cosas pueden interesarle tal vez a tipos como Luis, que no han pasado por eso. Pero tú sabes que fue lo peor. Si es que te dejaron memoria para recordarlo, si es que en alguna parte del cerebro te quedó un sitio limpio para memorar, si es que esas cosas pueden formar parte de algo que pueda llamarse un pasado rescatable. Recuerdas, sí, los desmayos repetidos después de las sesiones de interrogatorio, los sueños que involuntariamente acudían y tú volvías a verte en el pozo del vigía, lanzándote de chuzo desde el saliente más elevado de la barranca y ganabas la competencia, y volvías a lanzarte allá, tiempo atrás en la realidad para caer sobre la limpia superficie que reflejaba las copas verdes de los árboles, y más acá en el tiempo caías boca abajo, pisoteado, habla hijoelagranputa, y volvías y esta vez no caías porque no estabas en el espacio real, ni en la vida, y te elevabas por el aire, arriba, alto entre las nubes y sólo veía luces y colores.
Lo cierto es que nadie puede decir que hablaste. Y, después de la fuga, para qué ibas a cogerla contra Pereira, sólo te quedaba advertirle a los otros, en cada cárcel donde te encerraban, que Pereira había hablado, porque había que cuidarse también de ellos, los que quedaban arriba. Ni siquiera después, la segunda vez que bajaste, cuando pudiste verlo en Acarigua, desde el autobús, quisiste hacerle nada, ya lo sé.
Lo del estacionamiento fue suficiente para que Eligio nos dejara. Mejor así, es un tipo sin cojones, realmente. Carelapa sí siguió conmigo, hasta me acompañó cuando fuimos a esperar a Eligio para quitarle la automática. Qué quieres, yo mismo se la había regalado. Esa vez fuimos con César y Delgado. Los mismos que estaban esta tarde. Mejor dicho: César; porque Delgado no se pudo acoplar a la forma como yo repartía la vaina entre los nuevos. César sí, porque César es un tipo distinto, hasta camaradas nos llama todavía, y sabe que nuevo es nuevo, porque lo tuvo que aprender en la base antes de subir al aparato y meterse en la pomada: es un tipo.
Carelapa, él, El Bachaco y yo éramos los que estábamos esta tarde. Levantamos las rufas como una hora antes, los tipos se cagan mucho porque nosotros, por empeño de César que sigue respetando al partido a pesar de que ya va para dos años que lo expulsaron, ya no nos identificamos como revolucionarios cuando encañonamos, esto nos perjudica porque la gente ya sabe que los extremistas devuelven los carros, cosa que no hacen los choros, pero qué le vamos a hacer. Decía que una hora antes levantamos la máquina, así que a las tres ya estábamos en Bello Monte. Yo no me explico: la vaina iba como siempre, sobre rieles; debe haber sido un descuido de El Bachaco, que es un poco ido de la onda, puede haber sido un descuido mío cuando iba a encañonar al gerente, puede haber sido culpa del mismo César que era el encargado de vigilar la parte izquierda, donde está Información, quién coño sabe. Lo que recuerdo es que de golpe, desde atrás del letrerito del escritorio de Información un coñoemadre que yo no sé de dónde salió empieza a disparar: solté una ráfaga porque los demás no llevaban sino cortas, pensé que quien tenía que responder era yo, o no pensé, qué carajo, disparé; pero el tipo estaba más allá, detrás del mostrador de mosaico, donde hacen las conformaciones, y ahí ya qué le iba a dar.
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Lo demás, Gato, sólo creíste verlo después que estabas en el suelo pulido, brillante y satinado como una alfombra de plástico, y tú en el centro, y todo aquel manchón rojo debajo, alrededor, encima de ti, Gato.
Lo demás no lo vi sino después, cuando estaba muerto, vi a Migdalia desde el suelo del banco: bañadita y bella venía de vuelta de la escuela, caminando a un metro por encima de la acera, en el aire. Dejé los libros en la reja de una ventana, escribí un papelito rápido y se lo zumbé, sólo que no pude ver si lo recogía porque, cosa rara, en Altagracia que no hay neblina nunca, y aquella tarde que baja la neblina y lo pone todo blanco, como de vidrio.
Migdalia y el gerente del banco apartaron unas matas de chaparro y se inclinaron sobre ti para verte el rostro por última vez.
Próxima semana: Capítulo 3.
DE CARLOS NOGUERA
ILUSTRACIONES FRANKLIN ALVIÁREZ

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