domingo, 21 de septiembre de 2014

La primera cicatriz a la historia la coronó el pueblo haitiano Ernesto Cazal

No se puede ocultar ni por más noche que se le desparrame: la tortura esclavista ha sido el principal motor para la facilidad de explotación. Quien apunte, con chistera en cenital y mocasines bien pulidos, un cañón .45 en la sien de un descamisao tiene el poder que simila al delincuente con el titiritero. En el caso de este mundo, el delincuente mayor es la burguesía, gestora principal del sistema capitalista que arropa con grilletes esta tercera piedra después del sol.
El mismo látigo sobre el lomo del negro es el aliciente de la rebelión. Cuando el esclavo dice no, empieza a afirmarse a sí mismo. Y las rebeliones populares son el gran sí de la historia, el maremoto sin fuelle, salvo que la represa esté minada de conciencia colectiva. Ya a finales del siglo 18 hubo un océano insurrecto de negros esclavos que se rebelaron para dejar de ser lo que el europeo había pensado para este continente.
La clásica tríada burguesa “Libertad, igualdad, fraternidad” fue entendida por los negros insurrectos de Saint-Domingue (llamada así la actual Haití por los franceses colonialistas) de forma inédita: aquellos ideales no tenían cabida dentro del marco de un sistema que dominaba por medio de la esclavitud. Gritaban: “Cómo es eso que nuestra esclavitud sostiene la libertad de Europa”. Y estas preguntas afirmativas fueron la punta de lanza de la rebelión. Le cantaron rolo e son: no le pegue a la negra.
Haití, nombre que devino de la república negra fundada y la recuperación identitaria del taíno olvidado, fue el primer país, la mitad de una isla, que logró vencer a punta de arrechera y conciencia el dominio francés, incluso con Napoleón Bonaparte al mando de la Francia revolucionaria.
Toussaint L’Ouverture fue el líder que condujo la avanzada y que posteriormente, con más precisión y sangre guerrera, Jean-Jacques Dessalines terminaría afianzando con la proclamación de la primera constitución latinocaribeña determinada por negros que dejaron de ser esclavos.
La historia burguesa decidió tasajear estos nombres de las páginas de historia como si de una lechosa fuera. No conviene que nuestra historia, la del pueblo pobre, oprimido, jodido, sea contada sino con marcadores Sharpie en el bonitico bloc de la historia de la humanidad.
A comienzos de la revolución francesa, en 1789, ya el comercio de esclavos negros era el principal negocio en las Antillas. Negocio fundido: en la época se llegó a observar que en ningún lugar de la tierra se concentraba tanta miseria como en un barco negrero. Y fue, el trabajo esclavo, la principal fuente de brote para que el capitalismo surgiera con todas sus fuerzas.
La llamada acumulación originaria del capital fue posible gracias al trabajo esclavo: la extracción de perlas en el mar, minerales en los cerros y plusvalía en las zonas pobladas y subyugadas de todo el continente fueron necesarios para que el gran progreso arrasara ríos y selvas en beneficio de carreteras, edificios y comemierdismo. El trabajo, entonces, en la era de la esclavitud (sea ésta llamada negra o moderna) es una tortura, y la tortura conlleva severas cicatrices.Desde que los esclavos, venidos de África obligados y sin voluntad propia, pisaban tierra americana se vendía como mercancía, y se vendía como cochino recién pelao.
Al convertirse en propiedad, el dueño marcaba al esclavo con hierro ardiente a ambos lados del pecho. Un traductor le explicaba sus deberes (pa qué derechos o zurdos), y un cura lo instruía en los principios básicos del cristianismo.
Para seguridad de los dueños, para someter al negro a la indigna docilidad y aceptación de su condición, hacía falta un régimen de brutalidad y terrorismo calculados. Cyril Lionel Robert James, historiador negro comunista que escribió un magnífico libro, Los jacobinos negros. Toussaint L’Ouverture y la revolución de Saint-Domingue describe con detalles en qué consistía el mentado régimen (y me perdonan la extensa e ineludible cita):
"Por la menor falta los esclavos recibían el castigo más riguroso. En 1685 el Código Negro autorizó los latigazos, y en 1702, un colono, marqués él, pensó que un castigo que demandara más de cien latigazos era lo suficientemente serio como para ser administrado por las autoridades. Más tarde el número se fijó en treinta y nueve, después elevado a cincuenta. Pero los colonos no prestaban atención a estas regulaciones y en muchas ocasiones los esclavos eran flagelados hasta morir. El látigo no era siempre una caña ordinaria o una cuerda tejida, como exigía el Código.
A veces era reemplazado por gruesas tiras de cuero o por lianas –bejucos locales, gordos y flexibles como barbas de ballena–. Los esclavos recibían latigazos con mayor certitud y regularidad que la comida. Era el incentivo para trabajar y el guardián de la disciplina. No había invención que el temor o una imaginación depravada pudieran concebir que no se empleara para quebrar el espíritu y satisfacer la lujuria y el resentimiento de sus dueños y guardianes: hierros en manos y pies, bloques de madera que los esclavos tenían que arrastrar donde quiera que fueran, la máscara de latón diseñada para impedir que comieran caña de azúcar, el collar de hierro. Los latigazos se interrumpían para pasar un pedazo de madera caliente por las nalgas de la víctima; sal, pimienta, lima, brasas, sábila y ceniza caliente eran derramados sobre las heridas sangrantes.
Las mutilaciones eran comunes, brazos y piernas, orejas, a veces los genitales, para privarlos de los placeres que podían disfrutar sin costo. Sus amos echaban cera quemante sobre brazos, manos y hombros; vaciaban el guarapo hirviente sobre sus cabezas; los quemaban vivos; los asaban a fuego lento; los llenaban de pólvora y prendían con un fósforo; los enterraban hasta el cuello y untaban azúcar en sus cabezas para que las moscas los devoraran; los ataban cerca de hormigueros o avisperos; los obligaban a comer sus excrementos, beber sus orines, y lamer la saliva de otros esclavos. Un colono era conocido por lanzarse sobre sus esclavos y morderlos en momentos de cólera.
¿Eran estas torturas, tan bien sustanciadas, algo habitual o se trataba solo de incidentes aislados, resultado de las extravagancias de unos pocos colonos medio locos? Resulta imposible validar cientos de casos, sin embargo las evidencias demuestran que estas prácticas bestiales eran normales en la vida esclava.
La tortura del látigo, por ejemplo, contaba con «mil refinamientos», pero existían variantes con nombres especiales. Tan comunes eran. Cuando los brazos y las piernas se ataban a cuatro estacas en el suelo, se decía que el esclavo estaba sometido al «cuatro estacas». Si se le ataba a una escalera, era «la tortura de la escalera».
Si era suspendido por piernas y brazos, se decía que estaba en «la hamaca», etc. La mujer embarazada no quedaba exenta del «cuatro estacas». Se cavaba un hueco en la tierra para acomodar al feto. La tortura del collar se reservaba especialmente a las sospechosas de haber abortado, el collar no se retiraba hasta que hubieran parido. La voladura de un esclavo tenía su nombre: «quemar un poco de pólvora en el culo de un niche». Obviamente, esto no era una aberración sino una práctica reconocida".
Tanta vejación no puede conllevar sino a la arrechera, y ésta es el empujuncito necesario para que un pueblo oprimido marche en dirección hacia la rebelión popular. Haití lo hizo, y demostró que se podía hacer patria. Claro, esto la civilización occidental en pleno no podía aceptarlo. Los diversos imperios se conformaron en bloque para atentar contra el pueblo haitiano, pero éste sigue con la frente en alto pese a las cicatrices.
El regreso a África, que fue el sueño de todo esclavo trasladado hasta los confines del colonizado Saint-Domingue, fue realmente la emancipación haitiana. Dessalines, en la proclamación de la república negra el primero de enero de 1804, dijo con entereza: “He vengado a América”.
No fue un desatino, mero delirio: la lucha del pueblo de Haití fue el ejemplo que necesitó Bolívar para ampliar su panorama de clases, luego de la soberana patada por el culo que la clase pobre venezolana le dio al ejército republicano en 1814 por seguir pensando un país con asignatura pendiente en la abolición de la esclavitud, cosa que Petión, presidente de la isla libertaria luego de que Dessalines se montara en una de y que emperador patronal, con dignidad entregó al Libertador "en 1815 unos 2.000 fusiles y en 1816 unos 4.000 fusiles más, 15.000 libras de pólvora, 15.000 de plomo, una imprenta, 30 oficiales haitianos, 600 voluntarios, embarcaciones y dinero. Con el tiempo Bolívar diría que «Petión es el autor de nuestra independencia»".
Las cicatrices del pueblo pobre jodido están marcadas desde que existe la explotación del hombre por el hombre. Pero tan importante como esto: el pueblo haitiano logró apuñalar al mundo europeo, burgués, dejándole la primera cicatriz al rostro de la historia. Y la cuenta siguió, sigue. Porque nos la debe.

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