Marco Teruggi, desde Caracas/Resumen Latinoamericano/Notas, 7 de octubre de 2015 –
Tenía razón John William Cooke cuando decía en 1965 que el peronismo
era “el nombre político, la nomenclatura que tomó un movimiento de
crecimiento del proletariado argentino”. Lo digo leyéndolo desde
Venezuela en este 2015, el año más complejo de la revolución -una frase
nada nueva pero no por ello menos cierta- donde, se sabe, el 6 de
diciembre tendrá lugar una nueva batalla electoral para mantener el
actual escenario legislativo.
El pueblo venezolano es chavista. En realidad decir pueblo y decir
chavista es casi lo mismo, es, nuevamente con Cooke, el “nombre
político” de las mayorías populares. Esa es la identidad plebeya
venezolana, atada a una experiencia de protagonismo radical, con un
líder que dejó un programa estratégico por escrito, sin confusión, donde
el punto de mayor condensación teórica/práctica quedó expresado en la
clave comunal como forma central para construir el socialismo.
Sin comprender esta profundidad identitaria no podría entenderse cómo
se ha logrado resistir a dos años y medio de una guerra económica que
ha golpeado con saña y furia. Casi tres años son titánicos en estas
condiciones -desabastecimiento, ataques a la moneda, colas, etc.- que si
bien se comparan con lo sucedido en Chile en los meses previos al Golpe
de Estado de 1973, es importante resaltar que en aquel caso la guerra
económica duró menos de un año.
Esta certeza descarta algunas hipótesis derrotistas desarraigadas,
abre otras más complejas -como el vínculo entre las mayorías y la actual
conducción- y asegura que habrá chavismo por mucho tiempo más. La
derecha maneja estas coordenadas: sabe que para terminar con el proceso
revolucionario es necesaria una masacre popular prolongada, un 11 de
septiembre de 1973 chileno, un 24 de marzo de 1976 argentino, y más.
Es entonces en el -falso- abajo donde es necesario poner la mirada,
pensarlo en sus relaciones/expectativas/desilusiones con la conducción
de la revolución que está atravesada por la lucha de clases (decía
Cooke: “Las contradicciones no se dieron tajantemente entre dos frentes
tal y como se constituyeron en 1945, sino también en el seno del
peronismo”) que se encuentra parada sobre una estructura estatal
agudizada en sus ineficiencias y burocracias -órdenes que no se
ejecutan, cabezas simultáneas mirando para lados diferentes,
desconociéndose-, y haciendo frente a las oleadas de ataques golpistas.
En ese escenario la pregunta, central para quien escribe, acerca de
quiénes llevan adelante las respuestas a tanta guerra trae, por el
momento, casi siempre la misma respuesta: esa estatalidad, la Fuerza
Armada Nacional Bolivariana (FANB), el presidente. La apertura por parte
del Estado al protagonismo popular en la resolución de los grandes
nudos de la guerra es heterogénea -“el pueblo no está listo” es la frase
preferida de burócratas-, es impulsada por determinados compañeros,
entre los cuales y sobre todo se encuentra Nicolás Maduro, quien ha
planteado la coordenada más poderosa: los consejos presidenciales de
gobierno popular, en particular el de comunas.
De esto se desprenden discrepancias a los cuestionamientos hacia la
Operación de Liberación del Pueblo y el cierre de frontera. Estamos en
una guerra de una complejidad particular: sus autores la niegan, no
tiene responsables que se adjudiquen los ataques, salvo cuando el
articulador mayor se pone a la cabeza, como lo hizo Barack Obama a
principio del año, haciendo un favor para dejar más claro el escenario.
Esto vale tanto para lo económico como para el paramilitarismo, donde
no es ninguna novedad descubrir que paramilitares actúan disfrazados de
ladrones comunes. Ante ellos, agentes de la guerra con el objetivo de
ocupar territorio, desangrar el chavismo y aterrorizar, ¿cuál es el
diálogo posible?
¿Quién cierra la frontera, lleva adelante la OLP, fiscaliza o no lo
hace? Allí regresa el debate que Chávez puso en el centro de la mesa: el
poder. El plan trazado fue el poder del pueblo -¿una suerte de doble
poder por un tiempo prolongado?-, la destrucción del Estado burgués, la
conformación de una nueva institucionalidad. ¿Podía no costar, no ser
una dificultad permanente? ¿No es posible imaginar un control de las
zonas de frontera articulado entre FANB y organizaciones populares? Hay
propuestas en este sentido, abrir espacios, se sabe, es una disputa.
Ese asunto es nodal para el análisis actual del proceso y algunas de
sus posibles perspectivas -hacia qué socialismo se podría estar yendo-,
así como necesario para recalcar diferencias que por diversos motivos
suelen ser eclipsadas en los análisis de fines, o no, de etapa,
utilizando la categoría de gobiernos posneoliberales para poner en el
mismo saco a procesos como el de Argentina, Uruguay, Brasil, Ecuador,
Bolivia y Venezuela.
Chávez volvió a traer el debate sobre el poder, no solamente el del
Estado como en el mito del cambio posneoliberal/neodesarrollista (el
Estado es el único que debe ejercer poder) sino el del pueblo
organizado, cuestionando desde el inicio la democracia y la economía
capitalista, un núcleo intocable del progresismo. La revolución
boliviana puede decir algo similar -la cátedra reciente de Álvaro García
Linera arroja claves profundas al respecto-, dudo que algún otro
proceso haya planteado una hipótesis de este tipo, no por correlación de
fuerzas sino por naturaleza del mismo proyecto.
“Combatimos el sistema y no una de sus variantes”, escribía Cooke
-entiéndase por sistema el capitalismo-, seguido de la diferenciación
con aquellos partidos, los tradicionales, que “no desean terminar con la
opresión sino cambiar la mentalidad de los oprimidos”. John William
Cooke, no lo dudo, sería chavista.
Quien se plantee atacar los intereses de la burguesía, la oligarquía y
el imperialismo debe construir la correlación de fuerzas necesarias,
Chávez lo enseñó. Pero quien lo haga a medias, favoreciendo un sector
del empresariado antes que otro, cuestione determinados núcleos
culturales caros a las zonas nortes de las capitales, igualmente se
enfrenta a los golpes de las clases dominantes, rancias/conservadoras
desde Argentina hasta México, encabezadas por Estados Unidos.
Los ataques recientes contra los gobiernos argentinos y brasileros
son reales: los intentos por modificar un orden del capitalismo en una
disputa interburguesa también se enfrenta a las arremetidas. Ahí el
callejón inviable, la certeza del proceso bolivariano: todo o nada, en
el medio, el paso de mando de Cristina Kirchner a Daniel Scioli/Aníbal
Fernández con una teoría del cerco invertida -¿alguien se imagina a
Chávez habiendo llamado a votar a un dirigente de la Cuarta República
para sucederlo?-.
Volviendo al inicio: este es el año más difícil de la revolución, el
próximo lo será más. También son claras las interrogantes urgentes sobre
las ineficiencias estatales que ahogan, qué proyecciones existen sobre
la producción nacional, el peligro de la prolongación de la guerra
económica, cómo se irán resolviendo las relaciones entre comunas/
organización popular y la institucionalidad.
No tengo las respuestas, creo en las tensiones creadoras, en Maduro,
el pueblo que enseña, y sigo convencido que esta revolución ofrece las
hipótesis más avanzadas para construir una alternativa anticapitalista,
que, como los grandes ríos, encuentra su unión con hombres como Cooke,
quien enseñaba que “la historia no es nítida ni lineal ni simple”. En
cuanto al 6 de diciembre tengo confianza, por la profundidad de una
identidad plebeya, saber lo que Chávez sembró.