El pueblo venezolano es chavista. En realidad decir pueblo y decir chavista es casi lo mismo, es, nuevamente con Cooke, el “nombre político” de las mayorías populares. Esa es la identidad plebeya venezolana, atada a una experiencia de protagonismo radical, con un líder que dejó un programa estratégico por escrito, sin confusión, donde el punto de mayor condensación teórica/práctica quedó expresado en la clave comunal como forma central para construir el socialismo.
Sin comprender esta profundidad identitaria no podría entenderse cómo se ha logrado resistir a dos años y medio de una guerra económica que ha golpeado con saña y furia. Casi tres años son titánicos en estas condiciones -desabastecimiento, ataques a la moneda, colas, etc.- que si bien se comparan con lo sucedido en Chile en los meses previos al Golpe de Estado de 1973, es importante resaltar que en aquel caso la guerra económica duró menos de un año.
Esta certeza descarta algunas hipótesis derrotistas desarraigadas, abre otras más complejas -como el vínculo entre las mayorías y la actual conducción- y asegura que habrá chavismo por mucho tiempo más. La derecha maneja estas coordenadas: sabe que para terminar con el proceso revolucionario es necesaria una masacre popular prolongada, un 11 de septiembre de 1973 chileno, un 24 de marzo de 1976 argentino, y más.
Es entonces en el -falso- abajo donde es necesario poner la mirada, pensarlo en sus relaciones/expectativas/desilusiones con la conducción de la revolución que está atravesada por la lucha de clases (decía Cooke: “Las contradicciones no se dieron tajantemente entre dos frentes tal y como se constituyeron en 1945, sino también en el seno del peronismo”) que se encuentra parada sobre una estructura estatal agudizada en sus ineficiencias y burocracias -órdenes que no se ejecutan, cabezas simultáneas mirando para lados diferentes, desconociéndose-, y haciendo frente a las oleadas de ataques golpistas.
En ese escenario la pregunta, central para quien escribe, acerca de quiénes llevan adelante las respuestas a tanta guerra trae, por el momento, casi siempre la misma respuesta: esa estatalidad, la Fuerza Armada Nacional Bolivariana (FANB), el presidente. La apertura por parte del Estado al protagonismo popular en la resolución de los grandes nudos de la guerra es heterogénea -“el pueblo no está listo” es la frase preferida de burócratas-, es impulsada por determinados compañeros, entre los cuales y sobre todo se encuentra Nicolás Maduro, quien ha planteado la coordenada más poderosa: los consejos presidenciales de gobierno popular, en particular el de comunas.
De esto se desprenden discrepancias a los cuestionamientos hacia la Operación de Liberación del Pueblo y el cierre de frontera. Estamos en una guerra de una complejidad particular: sus autores la niegan, no tiene responsables que se adjudiquen los ataques, salvo cuando el articulador mayor se pone a la cabeza, como lo hizo Barack Obama a principio del año, haciendo un favor para dejar más claro el escenario.
Esto vale tanto para lo económico como para el paramilitarismo, donde no es ninguna novedad descubrir que paramilitares actúan disfrazados de ladrones comunes. Ante ellos, agentes de la guerra con el objetivo de ocupar territorio, desangrar el chavismo y aterrorizar, ¿cuál es el diálogo posible?
¿Quién cierra la frontera, lleva adelante la OLP, fiscaliza o no lo hace? Allí regresa el debate que Chávez puso en el centro de la mesa: el poder. El plan trazado fue el poder del pueblo -¿una suerte de doble poder por un tiempo prolongado?-, la destrucción del Estado burgués, la conformación de una nueva institucionalidad. ¿Podía no costar, no ser una dificultad permanente? ¿No es posible imaginar un control de las zonas de frontera articulado entre FANB y organizaciones populares? Hay propuestas en este sentido, abrir espacios, se sabe, es una disputa.
Ese asunto es nodal para el análisis actual del proceso y algunas de sus posibles perspectivas -hacia qué socialismo se podría estar yendo-, así como necesario para recalcar diferencias que por diversos motivos suelen ser eclipsadas en los análisis de fines, o no, de etapa, utilizando la categoría de gobiernos posneoliberales para poner en el mismo saco a procesos como el de Argentina, Uruguay, Brasil, Ecuador, Bolivia y Venezuela.
Chávez volvió a traer el debate sobre el poder, no solamente el del Estado como en el mito del cambio posneoliberal/neodesarrollista (el Estado es el único que debe ejercer poder) sino el del pueblo organizado, cuestionando desde el inicio la democracia y la economía capitalista, un núcleo intocable del progresismo. La revolución boliviana puede decir algo similar -la cátedra reciente de Álvaro García Linera arroja claves profundas al respecto-, dudo que algún otro proceso haya planteado una hipótesis de este tipo, no por correlación de fuerzas sino por naturaleza del mismo proyecto.
“Combatimos el sistema y no una de sus variantes”, escribía Cooke -entiéndase por sistema el capitalismo-, seguido de la diferenciación con aquellos partidos, los tradicionales, que “no desean terminar con la opresión sino cambiar la mentalidad de los oprimidos”. John William Cooke, no lo dudo, sería chavista.
Quien se plantee atacar los intereses de la burguesía, la oligarquía y el imperialismo debe construir la correlación de fuerzas necesarias, Chávez lo enseñó. Pero quien lo haga a medias, favoreciendo un sector del empresariado antes que otro, cuestione determinados núcleos culturales caros a las zonas nortes de las capitales, igualmente se enfrenta a los golpes de las clases dominantes, rancias/conservadoras desde Argentina hasta México, encabezadas por Estados Unidos.
Los ataques recientes contra los gobiernos argentinos y brasileros son reales: los intentos por modificar un orden del capitalismo en una disputa interburguesa también se enfrenta a las arremetidas. Ahí el callejón inviable, la certeza del proceso bolivariano: todo o nada, en el medio, el paso de mando de Cristina Kirchner a Daniel Scioli/Aníbal Fernández con una teoría del cerco invertida -¿alguien se imagina a Chávez habiendo llamado a votar a un dirigente de la Cuarta República para sucederlo?-.
Volviendo al inicio: este es el año más difícil de la revolución, el próximo lo será más. También son claras las interrogantes urgentes sobre las ineficiencias estatales que ahogan, qué proyecciones existen sobre la producción nacional, el peligro de la prolongación de la guerra económica, cómo se irán resolviendo las relaciones entre comunas/ organización popular y la institucionalidad.
No tengo las respuestas, creo en las tensiones creadoras, en Maduro, el pueblo que enseña, y sigo convencido que esta revolución ofrece las hipótesis más avanzadas para construir una alternativa anticapitalista, que, como los grandes ríos, encuentra su unión con hombres como Cooke, quien enseñaba que “la historia no es nítida ni lineal ni simple”. En cuanto al 6 de diciembre tengo confianza, por la profundidad de una identidad plebeya, saber lo que Chávez sembró.
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