Caracas, 20 Oct. AVN.- Disparó hasta la última entrada. En la página C-2 de El Nacional, un 21 de octubre de 1995, José Ignacio Cabrujas lanzó el strikeque dejó ponchados a los lectores que cada sábado devoraban con fruición su prosa. Ahí se imprimió, sin saberlo, la nostálgica despedida en clave de béisbol que antecedió la noticia de su fallecimiento en Porlamar, de un ataque cardíaco.
“De pronto, otra vez tenía el periódico en las manos. Empecé a leer y esta crónica era otra, muy distinta, a la de la mañana. La vida había cambiado totalmente, la había trastocado en cuestión de horas. Allí, desde el banal tema beisbolístico, se tejía toda una historia de la vida, de amor, dolor y humor (…) Así escribía este señor Cabrujas: conjugando lo solemne con lo anecdótico, lo denso con lo sencillo”, cuenta Earle Herrera en su libroPeriodismo de Opinión.
Con 58 años, Cabrujas murió en el país al que retrató como el “mientras tanto y por si acaso”, no sin antes legar su obra como hombre de televisión, dramaturgo, director y articulista, hilvanada por una sola idea, amén de su neurosis confesa: “El tema que me importa es el fracaso”, diría en 1991 en una carta enviada a la embajada de Venezuela en Alemania.
Su amigo y co-fundador junto a Román Chalbaud de El Nuevo Grupo, Isaac Chocrón, se referiría a él en el prólogo de la reedición de Acto Cultural (1997) como “el talento más versátil de todo el teatro venezolano actual. Dramaturgo, director, actor, sobresaliendo en cada una de estas especialidades hasta el punto que resulta controversial jerarquizárselas. Cabrujas brilla en todas porque al igual que los grandes teatreros de la historia, encauza su descomunal talento, su curiosidad intelectual y su entusiasmo para trabajar, en la dirección que se proponga, ‘al son que le tocan baila’, pero baila también al son que él quiera tocar”. Aunque, a decir verdad, José Ignacio no sabía bailar.
Bautizado así por su padre, quien atribuyó a San Ignacio del Loyola el milagro del nacimiento de su hijo después de un parto difícil por la estrecha pelvis de su madre, se convirtió en caraqueño el 17 de julio de 1937. Años más tarde, por supuesto, “lo natural era, entonces, que yo asistiera al colegio de mi santo patrono”, contaba el dramaturgo en un texto compilado en el primer tomo de José Ignacio Cabrujas habla y escribe.
Criado en una barrio capitalino, educado en colegio de jesuitas y, para olvido de Chocrón, incapaz de bailar salsa, Cabrujas adolescente creció en una esquizofrenia campante, que contrastaba sus mañanas junto a “la aristocracia goda caraqueña y algún miembro de las familias ricas del interior” con las tardes en el oeste, donde estaba el “mundo buhoneril, el de las lucecitas mortecinas, y todo se definía cuando llegábamos a la parada de autobús, que ya era la ruta hacia Catia, porque había una venta de fritos”.
Sin embargo, las funciones en el cine Pérez Bonalde y las reuniones en la plaza homónima redimían su estancia en ese Gólgota capitalino porque allí, junto a sus amigotes, descubrió que tenían una identidad común: “empezamos a pensar que no ir una noche significaba perder algo, perderse una experiencia o la oportunidad de lucirse, de alardear entre nosotros mismos a ver quién era más inteligente o sacaba las mejores conclusiones”.
Los descubrimientos también fueron en la platabanda de su casa. En esa terraza con vista al barrio, se enjugó las lágrimas después de “haber suspirado unas ochenta y seis veces consecutivas” con Los Miserables y supo que quería ser escritor, aunque no tuviera idea de cómo se lograba eso. Y se lo dijo a todo el mundo: “al bodeguero de la esquina de arriba, al bodeguero que se suicidó, a mis amigos, a los padres de mis amigos”.
A la política, según fabuló en el texto Catia, llegó por una simpatía cinematográfica. Una con Pedro Infante. En una escena de Nosotros los Pobres, el ídolo mexicano grita ante su hermana moribunda y maltratada por el explotador de turno: “¡Malditos sean los ricos!”.
“La conciencia de una desigualdad social y el odio hacia el que tuviera riquezas como explotador, hambreador y crápula... Todo eso cuajó en la sala, y si muchos nos hicimos comunistas fue precisamente por su imagen (…) Yo, que soy parte de ese hombre, me metí en el Partido Comunista por Infante, que maldecía a los ricos; y los comunistas eran los que decían eso o algo muy parecido a eso con su tono pomposo, protocolar y ‘científico”, cuenta en la compilación realizada por la editorial Equinoccio.
Desertor de la escuela de Derecho poco antes de terminar la carrera y autodidacta del teatro porque nunca hizo estudios sistemáticos sobre el tema, escribió piezas como Los Insurgentes, Juan Francisco de León, El extraño viaje de Simón el Malo, Tradicional hospitalidad, En nombre del rey, Testimonio, Días de poder, Fiésole, Profundo, Acto Cultural, El día que me quieras; Una noche oriental; El americano ilustrado, Autorretratro de artista con barba y pumpá, y Sonny.
Los libros sobre su obra cuentan que fue miembro fundador del Teatro de Arte de Caracas, Teatro Universitario y El Nuevo Grupo; y también se desempeñó como director de Artes Escénicas del extinto Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes (Inciba).
Cabrujas -el que se creyó brechtiano pero no lo era porque sólo “deseaba escribir un teatro real, parecido a las cosas que me importan”- fue actor en los montajes de Noche de Reyes; Los ángeles terribles, papel que le hizo ganar el premio a mejor actor en 1966; Ricardo III, cuya representación le valió el premio Juana Sujo y La Revolución, con la que ganó el premio de la Asociación de Críticos de Nueva York. En 1988 obtuvo el Premio Nacional de Teatro.
Como guionista, su crédito aparece en las películas: La quema de Judas, Sagrado y obsceno, Cangrejo y Amaneció de golpe. En la televisión hizo telenovelas, un género con el que defendía su “derecho a ser plebeyo”, una reivindicación que ejerció con piezas como La Fiera, La Señora de Cárdenas, Natalia de 8 a 9, Silvia Rivas divorciada, Soltera y sin compromiso, Doña Bárbara, Gómez I y Gómez, Pobre Negro, La Dueña, La dama de Rosa, Señora, Emperatriz, Las dos Dianas y El paseo de la Gracia de Dios.
Amante de la ópera desde que su primo José Antonio le compró un hi-fi a un abogado en Casalta con el que oían compositores románticos “sentados en unos sofás de plástico amarillo, que debían haber sido horribles”, tuvo la oportunidad de dirigir Elixir de Amor, Tosca, Don Juan y Don Pasquale. El programa Ópera Dominical, que transmitía Radio Venezuela, tuvo su voz grave y áspera en la locución.
Sus ensayos El Estado del disimulo, La viveza criolla o el mínimo sentido del humor y La ciudad escondida figuran entre los textos claves para entender a un hombre que, como él mismo se describió en su Biografía cabrujiana, nunca fue nacionalista. Su interés radicaba en Latinoamérica “como consecuencia de una historia no decidida por sus habitantes (…) Vivo en un mundo sucedáneo, donde las cosas en lugar de ser, se parecen: calles, edificios, códigos, constituciones, sistemas educativos y recetas de cocina”.
A las revistas llegó con sus escritos para Punto en Domingo y El sádico ilustrado; mientras que los periódicos imprimieron su prosa en la columna El país según Cabrujas, que salió primero en El Diario de Caracas y luego, hasta su último ponche, en El Nacional. Desde ese lanzamiento final, como remata Earle Herrera su texto del martes 31 de octubre de 1995, los cronistas “nos quedamos como peloteros latinos cuando Roberto Clemente se marchó de los diamantes. O César Tovar. O Gustavo Polidor. No sé cómo nos sonará ahora la voz de play-ball, maestro. Pero seguros de cuál será su orden desde donde quiera que se encuentre, saldremos al campo. Al terreno de juego”.
Nazareth Balbás AVN
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