miércoles, 29 de enero de 2014
Culturalmente, el capitalismo reina
ANÁLISIS
CLODOVALDO HERNÁNDEZ
Ya es una frase hecha, un comodín argumental, decir que el gran problema de la Revolución es cultural. Pero hay que correr el riesgo de ser repetitivo y poco original: el principal problema de la Revolución es cultural.
Los hechos no hacen más que demostrar que mientras damos pasos hacia el socialismo en los planos económico y social, seguimos anclados en la cultura capitalista más perversa. ¿Cuáles hechos nos dan esa demostración? Podría decirse que todos. Por supuesto que acontecimientos especialmente desgraciados, como el asesinato de la actriz Mónica Spear y de su ex esposo, Thomas Berry, son muy ilustrativos. Pero basta caminar un rato por la calle, subir a un medio de transporte público, ir a un automercado o hasta recibir en casa a unos familiares, para darnos cuenta de lo profundamente cultural que es nuestro drama.
Producto de un adoctrinamiento feroz y permanente, somos una sociedad que idolatra la mercancía, que le rinde culto a los objetos, especialmente aquellos que, más allá de su valor real, se han constituido en símbolos de estatus y éxito individual. Y, por supuesto, la principal mercancía a la que le rendimos culto es aquella que permite el acceso a todas las demás: el dinero. Más capitalismo, imposible.
La convicción de que el objetivo de la vida consiste en poseer cosas (como un acto, antes que nada, egoísta) es la causa de prácticamente todos los males que aquejan al sistema social. Y es la principal rémora de la Revolución. Podríamos hablar de un síntoma claro, como el tsunami consumista que nos arrasó entre noviembre y diciembre, pero, por lo pronto, pongamos en la mesa dos de los padecimientos que más daño causan: la corrupción y la violencia criminal.
Analicemos, por ejemplo, el caso de una persona común y corriente, respetuosa de su familia y de su comunidad, profesional y con creencias religiosas arraigadas. Incluso, para hacer el ejemplo más ilustrativo, agreguemos que esa persona es revolucionaria, que ha luchado desde su juventud por un mundo mejor. Ahora, coloquemos a esa persona en un cargo público (digamos que una alcaldía o una dirección sectorial de un ministerio) y veámosla en acción. Preguntémonos, ¿qué lleva a alguien con ese perfil a ponerse de acuerdo con unos “empresarios” y con otros funcionarios para despalillar el patrimonio público? ¿Qué hace que un individuo de esas características se convierta en un ladrón de cuello blanco y, no contento con robar el dinero de todos, salga por ahí a ostentar groseramente su repentina riqueza, olvidando el compromiso con su comunidad y con sus propias ideas?
Si nos remitimos a las explicaciones de los adversarios políticos, diríamos que es un asunto de la calidad moral de los revolucionarios. Pero si queremos explorar las verdaderas causas, debemos machacar el tema de cómo el aparataje ideológico del capitalismo (lo que un marxista clásico llamaría la superestructura) ha sido y sigue siendo el ariete de la dominación.
Si hubiésemos avanzado en el campo de la revolución cultural como lo hemos hecho en algunos aspectos más tangibles (de la estructura, diría el marxista clásico), tal vez tendríamos un creciente número de funcionarios dotados de una conciencia inexpugnable, convencidos de que rendirle culto a la mercancía (en especial, al dinero) es exactamente lo contrario de ser revolucionario.
Veamos ahora el tema de la violencia criminal. Todos los indicadores señalan que durante los últimos quince años se ha hecho un esfuerzo incomparable para disminuir la pobreza, la exclusión y la desigualdad, factores que, de acuerdo con los expertos en la materia, constituyen el caldo de cultivo de la delincuencia. Sin embargo, en lugar de remitir, el fenómeno se ha agudizado. Es una paradoja: tenemos un país mucho más justo, más igualitario, más inclusivo que el de finales del siglo pasado, pero al mismo tiempo, un país más violento.
La delincuencia común que crece como la verdolaga se nutre del mismo alimento que la corrupción: el culto por la mercancía, el afán de poseer las cosas a las que la superestructura capitalista dota de la condición de íconos, como el vehículo de lujo, las maravillas tecnológicas y, sobre todo, el dinero para “ser alguien”. La expresión más acabada de esto es el ilícito negocio de las drogas, que ha penetrado hasta los tuétanos del ser social y es la causa o el catalizador de la mayoría de los hechos delictivos violentos que ocurren a diario en el país, aunque no tengan el despliegue del caso Spear-Berry. Para tener esas cosas, los corruptos no dudan en prostituirse moralmente; y los (otros) malandros no dudan en convertirse en fieras humanas, capaces de matar al prójimo para despojarlo de un carro, un celular o unos zapatos de marca.
MÁS ALLÁ DE LOS HECHOS IMPACTANTES
Sin embargo, ninguna de estas dos manifestaciones (corrupción y violencia criminal) serían los terribles problemas que son si se limitaran a los casos más impactantes y escandalosos. Lo realmente grave es la generalización del comportamiento antisocial. En el lado legal de la sociedad se aprecian comportamientos en los que prevalecen el individualismo y el egoísmo, conductas depredadoras con el vecino, el compañero de trabajo o de estudio o el desconocido, todo ello fundamentado en la adoración del dinero y de las mercancías simbólicas.
Miles de anécdotas pueden ilustrar el tema de la sociedad corrompida en la que la inobservancia de la norma es valorada positivamente. He aquí una de tantas: en el estadio Universitario se estableció hace dos o tres años la regla de suspender la venta de cerveza y whisky a partir del octavo inning. Ha sido algo positivo porque al final del juego la gente está menos agitada y no se producen los tradicionales y antipáticos baños de cerveza. Pues bien, los vendedores, aplicando el clásico espíritu capitalista de maximizar sus ganancias (¿será esta una manifestación del capitalismo popular?), ahora ofrecen un servicio nuevo: al filo del séptimo inning llenan botellones de refresco (de litro y medio o dos litros) con cuatro o seis cervezas para que sus clientes tengan una reserva y puedan seguir bebiendo en el octavo, en el noveno y hasta en el extrainning. Algo parecido hacen los vendedores de whisky con botellas de agua mineral. Por supuesto que esto se hace de común acuerdo con los clientes, que son, por cierto, personas de cierto poder adquisitivo, dado el costo de los boletos y de los productos que allí se consumen. Lo más significativo del asunto es la satisfacción que los usuarios de estas “bombonas” de cerveza o “caletas” de whisky expresan por lo que hacen. Sus caras reflejan la idea de “¡qué vivo soy, no respeto la norma!” y es claro que obtienen reconocimiento de su círculo social como sujetos astutos y muy pilas.
Igual que esa picardía, se puede hablar de muchas que llevan a cabo ciudadanos y ciudadanas de a pie, desde raspar el cupo de dólares hasta acaparar alimentos y venderlos a precios de asalto a mano armada; desde colearse por el hombrillo hasta comprar un teléfono robado y cambiarle el chip. ¿Qué distancia hay entre esos comportamientos de los particulares y la conducta de un alcalde que se compra una mansión con el presupuesto municipal? ¿Qué distancia hay entre las pequeñas infracciones y bellaquerías de la cotidianidad y la vileza de caerle a tiros a una pareja que viaja con su niña y tiene la fatal suerte de accidentarse en una autopista? Parece una gran distancia, pero no lo es tanto, no se engañe usted. La esencia es la misma: yo resuelvo mi problema, me apodero de mi parte; si puedo, me hago millonario; tengo las cosas que se deben tener para ser alguien, no importa que destruya al otro, que viole el derecho del compatriota, que cause severos perjuicios al colectivo, que me levante sobre la desgracia ajena. Es la esencia pura del capitalismo hegemónico que triunfa en la guerra más importante de todas, la que se da dentro de nuestras cabezas.
¿QUÉ HA PASADO?
Quienes han reflexionado sobre esto afirman que la revolución cultural no ha sido posible hasta ahora porque Venezuela ha desarrollado su proceso de cambios políticos de modo pacífico y como una sociedad abierta al resto del mundo.
Basta mirar hacia las principales instituciones que transmiten valores (o antivalores) en nuestra sociedad para cerciorarse de que no ha habido cambios significativos en buena parte de ellos. Por el contrario, en algunos ha habido un fortalecimiento del virus capitalista dominante. Veamos.
La industria cultural. Sigue siendo fundamentalmente imperialista, dominada por corporaciones mundiales que defienden los intereses del sistema económico hegemónico en el planeta. En los últimos 20 años, la presencia de la televisión estadounidense en Venezuela (y en todos los demás países latinoamericanos) dejó de ser intermediada por las televisoras locales y pasó a ser directa, a través de los avances tecnológicos en los sistemas de cable y satélite. Los temas recurrentes en las televisoras con mayor ratting son la violencia criminal, la guerra, la banalización de la muerte y el entretenimiento vacuo, todo ello envuelto en una pertinaz glorificación de la cultura estadounidense y un profundo desprecio por el resto del mundo, en especial, por los países pobres. Además de la TV, la industria cuenta con muchas otras armas: cine, música, videojuegos, deportes millonarios, redes electrónicas.
La publicidad. Forma parte de la industria cultural, pero merece mención aparte porque es omnipresente y particularmente dañina, pues se trata de materiales especialmente concebidos para garantizar la dominación de las masas a los criterios establecidos por el mercado. La publicidad no está solo en los medios, como ingenuamente suele creerse. Está en las calles, en los productos mismos y en todo aquello que constituye el llamado “estilo de vida”.
Los medios de comunicación. También integrantes del aparato general de la industria cultural, pero con especial incidencia en cualquier sociedad porque actúan simultáneamente sobre la realidad más inmediata, a través de las conocidas matrices de opinión, y como reforzadores de la ideologización permanente.
La educación. Pese a los grandes logros en esta materia, la escuela sigue operando como un aparato ideológico reproductor de los principios capitalistas de individualismo, competitividad y maximización de beneficios. En buena medida, las instituciones educativas siguen orientadas a formar piezas destinadas a integrarse a las empresas capitalistas. En los casos en los cuales la escuela procura desarrollar valores alternativos, se enfrenta a la supremacía de los aparatos ideológicos anteriormente señalados.
El modo de producción en sí mismo. En la era revolucionaria, en el país sigue predominando la empresa capitalista como modo de producción. Desde las corporaciones multinacionales asentadas en el país y las grandes empresas propiedad de capitalistas nacidos en Venezuela, hasta las pequeñas firmas personales y negocios informales, toda la estructura se mueve bajo la premisa del afán de lucro y la obtención del mayor provecho posible. Un joven de 18 años que obtiene su primer empleo en un banco o en una tienda, por ejemplo, comienza a entrenarse en el modelo del capitalismo salvaje desde su primer día de trabajo: sabe que si quiere ser empresario (y tener éxito, poseer cosas, ser “alguien”) debe comprar lo más barato posible, pagarle lo menos posible a los empleados y vender lo más caro posible a los clientes. No es de extrañar que este antivalor se reproduzca en las escalas más pequeñas, como es el caso de los buhoneros y “bachaqueros”. Lo más grave es que también se ha reproducido en las cooperativas, empresas de propiedad social, empresas nacionalizadas y entes estatales de origen.
¿HAY SALIDA?
Parece obvio que el logro de una revolución cultural requeriría de un trabajo profundo y permanente en todos los campos señalados (industria cultural, publicidad, medios, educación y modo de producción predominante), así como en otros que no hemos analizado acá. Sin embargo, la posibilidad de hacer cambios en ellos es pequeña e implica pensar en intervenciones estatales en sectores muy sensibles. Por ejemplo, ejercer algún tipo de control sobre los mensajes que llegan a través de la TV por cable y satélite es una tarea que se anticipa titánica y conflictiva. Basta ver la proliferación de antenas satelitales en barriadas pobres (y hasta en refugios de damnificados) para entender la dimensión del conflicto que podría generar, por ejemplo, una medida elemental como sería aplicar la Ley de Responsabilidad Social en Radio y Televisión a las plantas foráneas.
Lo mismo puede decirse de eventuales restricciones a la publicidad y ni hablar del campo de los medios de comunicación, donde la confrontación ideológica ha sido abierta a lo largo de los tres lustros precedentes.
En fin, bajo el supuesto de una revolución pacífica y de una sociedad abierta, es extremadamente complicado enfrentar a la ideología reinante en el mundo entero. Solo queda el recurso del trabajo cotidiano y sostenido en la formación doctrinaria de la gente, a través de las estructuras del Poder Popular y de la educación con sentido revolucionario.
Los intelectuales que han analizado el tema siempre señalan que la dificultad fundamental es que, realizados de este modo, los cambios culturales van subiendo trabajosamente por la escalera, mientras el modelo dominante vuela en el ascensor. Debe ser por eso que, a veces, sentimos que es demasiada la ventaja, que la lucha es infructuosa y desconcertante. Y es por eso que --aunque ya fastidie decirlo--- el principal problema de la Revolución ha sido, es y seguirá cultural.
ILUSTRACIÓN UNCAS/CIUDAD CCS
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