Por Federico Larsen/Resumen Latinoamericano, 22 de abril de 2015 -
José Antequera, una de las víctimas del conflicto social, político y
armado que sacude a Colombia desde hace más de medio siglo, reflexiona
acerca de los diálogos de paz que se desarrollan en La Habana y la
esperanza de un futuro mejor.
“La historia que terminó con el asesinato de mi padre es una de las historias de la gran esperanza que existía en Colombia en los años ’80”, cuenta José Antequera, uno de los fundadores de HIJOS por la Identidad, la Justicia, contra el Olvido y el Silencio, y a tivista por los Derechos Humanos en el Movimiento de Víctimas de Crímenes de Estado (MOVICE). Su padre se llamaba como él, y fue uno de los más de 5000 militantes de la Unión Patriótica, partido de la izquierda colombiana, asesinados por paramilitares, narcotraficantes y miembros del ejército desde 1985. “Creo que va a ser muy difícil recuperar esa esperanza de esos años porque fue realmente el momento en que toda una generación y todo un país se volcó no solo a la paz, sino también a la promesa de una apertura democrática que no existió y que todavía no se ha cumplido en el país”.
José Antequera padre fue uno de los dirigentes políticos más destacados del país. Había sido militante del Partido Comunista, organización que junto con guerrilleros desmovilizados de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y del Ejército de Liberación Nacional (ELN) fundó la Unión Patriótica, partido que en pocos años logró tener una amplia aceptación y hasta disputar el poder local y nacional en Colombia. Nacida de la necesidad de “hacer política sin armas”, la UP llegó a obtener en las elecciones de 1986 a 5 senadores, 14 diputados, 351 concejales y 23 alcaldes, en su mayoría votados por las poblaciones de las regiones más pobres del país. “Eso significaba la posibilidad de que Colombia, como otros países de América Latina, tuviera movimientos de izquierda fuertes, consolidados con capacidad de llegar al poder”, explica Antequera hijo. Fue entonces que las fuerzas de seguridad, servicios secretos, milicias paramilitares y narcotráfico planearon uno de los más grandes exterminios que los partidos políticos recuerden en la historia de América Latina. En 1987 fue asesinado el primer candidato a presidente de la UP, Jaime Pardo Leal. Poco a poco se fueron multiplicando los atentados contra sus militantes, y José Antequera padre fue uno de los primeros en denunciar la existencia de células paramilitares que intentaban acabar con la vida de sus compañeros. El 3 de marzo de 1989 fue asesinado de 25 balazos en el aeropuerto El Dorado de Bogotá. Se había encontrado de casualidad con el actual Secretario general de UNASUR, Ernesto Samper, entonces candidato a presidente por el Partido Liberal y también amenazado de muerte. Antequera fue la víctima 721 de la lista que él mismo llevaba de los militantes de la UP asesinados para denunciar a la comisión de Derechos Humanos.
La esperanza
“Esa esperanza que la generación de mi padre representaba, hoy en día yo creo que es menor incluso que en los años ’80. A pesar de que hay mayores condiciones para que realmente se haga la paz, a pesar de que no parece estar tan activa esa máquina genocida que afectó a nuestros padres, también es cierto que los marcos de esperanza son mucho menores”, sostiene Antequera al comparar aquella Colombia donde su padre fue asesinado, y la que él vive. La guerra no ha parado, y sus razones profundas están lejos de resolverse aún.
El conflicto colombiano puede encontrar sus primeras raíces en el Bogotazo, la revuelta popular que estalló en la capital el 9 de abril de 1948 tras el asesinato del líder popular Jorge Eliécer Gaitán, del Partido Liberal. Sus oponentes del Partido Conservador, entonces en el gobierno, aplastaron con violencia la sublevación, e inauguraron un ciclo de enfrentamientos que propiciaron un golpe de estado militar apoyado por EEUU. La dictadura de Gustavo Rojas Pinilla terminó con el Acuerdo del Frente Nacional de 1958. Liberales y Conservadores pactaron su alternancia en el poder cada cuatro años por cuatro periodos presidenciales, dejando de lado las reivindicaciones de obreros y campesinos. Ante esta situación surgieron las FARC y el ELN, insurgencias armadas de izquierda, ambas fundadas en 1964. Desde entonces el conflicto social, político y armado, ha sido el gran protagonista, junto con las actividades del narcotráfico y de las grandes transnacionales extranjeras, de la vida pública en Colombia. Todos los presidentes han tenido que lidiar con el conflicto y, salvo algunas pequeñas excepciones, en todos los casos la estrategia ha sido marcada por la Doctrina de Seguridad Nacional patrocinada por el gobierno norteamericano en el marco de la Guerra Fría y que permite la violación sistemática de los derechos humanos en el combate contra el “enemigo interno”. Los resultados de su aplicación en Colombia resultan escalofriantes. Según datos oficiales, entre 1958 y 2012 han sido asesinadas 218.094 personas a causa del conflicto. El 81% de ellos fueron civiles. Más de 27.000 personas sufrieron desaparición forzada. Desde 1985, momento de agudización de la violencia, se registraron casi 2000 masacres perpetradas en su mayoría (el 64%) por grupos paramilitares y el ejército. Seis millones de personas fueron obligadas a abandonar su casa y tierras, en lo que se conoce como el drama de los desplazados, que hoy pueblan las periferias de las principales ciudades colombianas.
A lo largo de los años también hubo intentos de terminar con la guerra. Hasta ahora, el más fructífero había sido justamente el que encabezó el ex presidente Belisario Betancourt en 1984 y que permitió la creación de la UP. Pero en 2012, el actual mandatario Juan Manuel Santos anunció la firma del “Acuerdo General para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera” entre su gobierno y las FARC, y el comienzo de los diálogos entre los representantes de ambos en La Habana, que aún continúan. “Hemos tenido que hacer un trabajo muy fuerte para que la sociedad colombiana se vincule con este proceso de paz vigente”, explica Antequera al respecto. “Y en gran medida el debate nacional que hoy hay tiene que ver con que no gane la desesperanza, esa que ha crecido a partir de los ’80 y que ha venido siendo alimentada desde los medios de comunicación y por quienes han hecho de la guerra un negocio y estarían muy contentos con que la guerra continúe indefinidamente”.
Las víctimas
En el marco de los diálogos de paz se diseñaron mecanismos de participación para que las víctimas del conflicto puedan participar de las negociaciones. Luego de una serie de foros regionales, y el foro nacional que se realizó en Cali, cinco delegaciones con doce representantes de víctimas cada una viajaron a La Habana para dialogar con los representantes del gobierno y de las FARC. José Antequera hijo viajó al primero de estos encuentros. “Considerando el universo y la magnitud de lo que han significado las violaciones a los derechos humanos en Colombia este mecanismo de participación se presenta limitado. Sin embargo hay un reconocimiento de que ha sido mucho más amplio de lo que ha ocurrido en cualquier otro proceso de paz anterior en el mundo y eso para nosotros ha sido importante. Luego hay un hecho real y es que en Colombia hay un permanente trabajo de las organizaciones y movimientos sociales en torno a los derechos de las víctimas. Incluso tenemos representantes en el congreso de la República”.
El reconocimiento de las víctimas es uno de los puntos consensuados para la discusión en el Acuerdo General. Desde el comienzo de los diálogos se ha llegado a acuerdos parciales en tres de los cinco temas allí planteados: el desarrollo agrario integral -en Colombia el 77% de la tierra cultivable está en manos del 13% de la población, y el 80% de los alimentos son producidos por pequeños campesinos-; el problema de los cultivos ilícitos -donde se acordó eliminar la erradicación por fumigación que envenena a enteros poblados-; la participación política -que permitirá a los guerrilleros continuar su labor política una vez dejadas las armas-. Los últimos dos temas, los más espinosos, quedaron para el último tramo: los términos de finalización definitiva del conflicto armado, y el reconocimiento de las víctimas. “Hay muchísimas propuestas y son diferentes de acuerdo a los sectores sociales de los que estemos hablando”, explica Antequera. “Hay víctimas cuya identidad campesina, indígena afrodescendiente está posiblemente mucho más vinculada con la reivindicación de restitución de las tierras que les han sido arrebatadas o de donde han sido expulsados para allí poner proyectos con empresas multinacionales o economías ilegales a favor de narcotraficantes y mafiosos. Pero también hay un consenso en que la propuesta más transversal de todas las víctimas en Colombia tiene que ver con un reclamo sobre la verdad”.
Uno de los principales escollos a la fluidez de las negociaciones es la negativa por parte del Estado en admitir su rol en la violación a los derechos humanos. Especialmente, la ya comprobada relación entre funcionarios de gobierno y paramilitares. “A lo largo de los años algunos han revelado donde existen fosas comunes, cuál ha sido el destino de muchos desaparecidos. Pero no han sido suficientemente reconocidos sus vínculos con las fuerzas militares, con empresarios, con medios de comunicación u otros sectores”. El segundo gran obstáculo a sortear en la discusión sobre el rol de las víctimas tiene que ver con la justicia. “Uno de los problemas centrales que existen en Colombia es que no sólo la justicia no ha funcionado, sino que se ha construido un marco jurídico funcional a la continuidad de la guerra. Es una institucionalidad que está más hecha como mecanismo de contra insurgencia, que ha sido parte del desarrollo de la doctrina de seguridad nacional. Y no como marco jurídico que piense en reparar a las víctimas o satisfacer la posibilidad de que en Colombia transitemos hacia la democracia y la paz. Este es un conflicto provocado por causas estructurales que tienen que resolverse, más allá de quienes sólo pretenden meter en la cárcel a quienes fueron combatientes de las guerrillas. Además del reclamo sobre la tierra hay también un reclamo muy fuerte de parte de los sindicalistas, de partidos como la Unión Patriótica y otros sectores, que han planteado la necesidad de que se repare el daño político, más allá del daño individual a las víctimas. Que se repare el daño que significó pretender exterminar a muchos colectivos y organizaciones sociales en el país”.
Antequera sostiene que, de todas maneras, la paz no va a solucionar todos los problemas que existen hoy en el país. Según un informe presentado recientemente por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Todd Howland, en 2014 la tasa de pobreza en Colombia ha trepado al 24,8%, la tasa de mortalidad infantil en las regiones rurales es de las más altas del continente y los defensores de derechos humanos siguen en peligro -45 fueron asesinados en 2014-. “Por eso tienen que cumplirse los acuerdos tal como se ha dicho en materia agraria, en materia de drogas y participación política”, subraya Antequera. “Pero es cierto que tal vez esos cambios no van a ser los que solucionen todos los problemas del país. Esos cambios pasan por el hecho de que otros sectores gobiernen, con los movimientos sociales, que se acerquen mucho más a una concepción socializante de la economía y mucho menos a las concepciones neoliberales. Con la paz hay la esperanza de que puedan abrirse esos espacios de participación política y que esos cambios se den con un cambio en el gobierno del país”.
“La historia que terminó con el asesinato de mi padre es una de las historias de la gran esperanza que existía en Colombia en los años ’80”, cuenta José Antequera, uno de los fundadores de HIJOS por la Identidad, la Justicia, contra el Olvido y el Silencio, y a tivista por los Derechos Humanos en el Movimiento de Víctimas de Crímenes de Estado (MOVICE). Su padre se llamaba como él, y fue uno de los más de 5000 militantes de la Unión Patriótica, partido de la izquierda colombiana, asesinados por paramilitares, narcotraficantes y miembros del ejército desde 1985. “Creo que va a ser muy difícil recuperar esa esperanza de esos años porque fue realmente el momento en que toda una generación y todo un país se volcó no solo a la paz, sino también a la promesa de una apertura democrática que no existió y que todavía no se ha cumplido en el país”.
José Antequera padre fue uno de los dirigentes políticos más destacados del país. Había sido militante del Partido Comunista, organización que junto con guerrilleros desmovilizados de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y del Ejército de Liberación Nacional (ELN) fundó la Unión Patriótica, partido que en pocos años logró tener una amplia aceptación y hasta disputar el poder local y nacional en Colombia. Nacida de la necesidad de “hacer política sin armas”, la UP llegó a obtener en las elecciones de 1986 a 5 senadores, 14 diputados, 351 concejales y 23 alcaldes, en su mayoría votados por las poblaciones de las regiones más pobres del país. “Eso significaba la posibilidad de que Colombia, como otros países de América Latina, tuviera movimientos de izquierda fuertes, consolidados con capacidad de llegar al poder”, explica Antequera hijo. Fue entonces que las fuerzas de seguridad, servicios secretos, milicias paramilitares y narcotráfico planearon uno de los más grandes exterminios que los partidos políticos recuerden en la historia de América Latina. En 1987 fue asesinado el primer candidato a presidente de la UP, Jaime Pardo Leal. Poco a poco se fueron multiplicando los atentados contra sus militantes, y José Antequera padre fue uno de los primeros en denunciar la existencia de células paramilitares que intentaban acabar con la vida de sus compañeros. El 3 de marzo de 1989 fue asesinado de 25 balazos en el aeropuerto El Dorado de Bogotá. Se había encontrado de casualidad con el actual Secretario general de UNASUR, Ernesto Samper, entonces candidato a presidente por el Partido Liberal y también amenazado de muerte. Antequera fue la víctima 721 de la lista que él mismo llevaba de los militantes de la UP asesinados para denunciar a la comisión de Derechos Humanos.
La esperanza
“Esa esperanza que la generación de mi padre representaba, hoy en día yo creo que es menor incluso que en los años ’80. A pesar de que hay mayores condiciones para que realmente se haga la paz, a pesar de que no parece estar tan activa esa máquina genocida que afectó a nuestros padres, también es cierto que los marcos de esperanza son mucho menores”, sostiene Antequera al comparar aquella Colombia donde su padre fue asesinado, y la que él vive. La guerra no ha parado, y sus razones profundas están lejos de resolverse aún.
El conflicto colombiano puede encontrar sus primeras raíces en el Bogotazo, la revuelta popular que estalló en la capital el 9 de abril de 1948 tras el asesinato del líder popular Jorge Eliécer Gaitán, del Partido Liberal. Sus oponentes del Partido Conservador, entonces en el gobierno, aplastaron con violencia la sublevación, e inauguraron un ciclo de enfrentamientos que propiciaron un golpe de estado militar apoyado por EEUU. La dictadura de Gustavo Rojas Pinilla terminó con el Acuerdo del Frente Nacional de 1958. Liberales y Conservadores pactaron su alternancia en el poder cada cuatro años por cuatro periodos presidenciales, dejando de lado las reivindicaciones de obreros y campesinos. Ante esta situación surgieron las FARC y el ELN, insurgencias armadas de izquierda, ambas fundadas en 1964. Desde entonces el conflicto social, político y armado, ha sido el gran protagonista, junto con las actividades del narcotráfico y de las grandes transnacionales extranjeras, de la vida pública en Colombia. Todos los presidentes han tenido que lidiar con el conflicto y, salvo algunas pequeñas excepciones, en todos los casos la estrategia ha sido marcada por la Doctrina de Seguridad Nacional patrocinada por el gobierno norteamericano en el marco de la Guerra Fría y que permite la violación sistemática de los derechos humanos en el combate contra el “enemigo interno”. Los resultados de su aplicación en Colombia resultan escalofriantes. Según datos oficiales, entre 1958 y 2012 han sido asesinadas 218.094 personas a causa del conflicto. El 81% de ellos fueron civiles. Más de 27.000 personas sufrieron desaparición forzada. Desde 1985, momento de agudización de la violencia, se registraron casi 2000 masacres perpetradas en su mayoría (el 64%) por grupos paramilitares y el ejército. Seis millones de personas fueron obligadas a abandonar su casa y tierras, en lo que se conoce como el drama de los desplazados, que hoy pueblan las periferias de las principales ciudades colombianas.
A lo largo de los años también hubo intentos de terminar con la guerra. Hasta ahora, el más fructífero había sido justamente el que encabezó el ex presidente Belisario Betancourt en 1984 y que permitió la creación de la UP. Pero en 2012, el actual mandatario Juan Manuel Santos anunció la firma del “Acuerdo General para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera” entre su gobierno y las FARC, y el comienzo de los diálogos entre los representantes de ambos en La Habana, que aún continúan. “Hemos tenido que hacer un trabajo muy fuerte para que la sociedad colombiana se vincule con este proceso de paz vigente”, explica Antequera al respecto. “Y en gran medida el debate nacional que hoy hay tiene que ver con que no gane la desesperanza, esa que ha crecido a partir de los ’80 y que ha venido siendo alimentada desde los medios de comunicación y por quienes han hecho de la guerra un negocio y estarían muy contentos con que la guerra continúe indefinidamente”.
Las víctimas
En el marco de los diálogos de paz se diseñaron mecanismos de participación para que las víctimas del conflicto puedan participar de las negociaciones. Luego de una serie de foros regionales, y el foro nacional que se realizó en Cali, cinco delegaciones con doce representantes de víctimas cada una viajaron a La Habana para dialogar con los representantes del gobierno y de las FARC. José Antequera hijo viajó al primero de estos encuentros. “Considerando el universo y la magnitud de lo que han significado las violaciones a los derechos humanos en Colombia este mecanismo de participación se presenta limitado. Sin embargo hay un reconocimiento de que ha sido mucho más amplio de lo que ha ocurrido en cualquier otro proceso de paz anterior en el mundo y eso para nosotros ha sido importante. Luego hay un hecho real y es que en Colombia hay un permanente trabajo de las organizaciones y movimientos sociales en torno a los derechos de las víctimas. Incluso tenemos representantes en el congreso de la República”.
El reconocimiento de las víctimas es uno de los puntos consensuados para la discusión en el Acuerdo General. Desde el comienzo de los diálogos se ha llegado a acuerdos parciales en tres de los cinco temas allí planteados: el desarrollo agrario integral -en Colombia el 77% de la tierra cultivable está en manos del 13% de la población, y el 80% de los alimentos son producidos por pequeños campesinos-; el problema de los cultivos ilícitos -donde se acordó eliminar la erradicación por fumigación que envenena a enteros poblados-; la participación política -que permitirá a los guerrilleros continuar su labor política una vez dejadas las armas-. Los últimos dos temas, los más espinosos, quedaron para el último tramo: los términos de finalización definitiva del conflicto armado, y el reconocimiento de las víctimas. “Hay muchísimas propuestas y son diferentes de acuerdo a los sectores sociales de los que estemos hablando”, explica Antequera. “Hay víctimas cuya identidad campesina, indígena afrodescendiente está posiblemente mucho más vinculada con la reivindicación de restitución de las tierras que les han sido arrebatadas o de donde han sido expulsados para allí poner proyectos con empresas multinacionales o economías ilegales a favor de narcotraficantes y mafiosos. Pero también hay un consenso en que la propuesta más transversal de todas las víctimas en Colombia tiene que ver con un reclamo sobre la verdad”.
Uno de los principales escollos a la fluidez de las negociaciones es la negativa por parte del Estado en admitir su rol en la violación a los derechos humanos. Especialmente, la ya comprobada relación entre funcionarios de gobierno y paramilitares. “A lo largo de los años algunos han revelado donde existen fosas comunes, cuál ha sido el destino de muchos desaparecidos. Pero no han sido suficientemente reconocidos sus vínculos con las fuerzas militares, con empresarios, con medios de comunicación u otros sectores”. El segundo gran obstáculo a sortear en la discusión sobre el rol de las víctimas tiene que ver con la justicia. “Uno de los problemas centrales que existen en Colombia es que no sólo la justicia no ha funcionado, sino que se ha construido un marco jurídico funcional a la continuidad de la guerra. Es una institucionalidad que está más hecha como mecanismo de contra insurgencia, que ha sido parte del desarrollo de la doctrina de seguridad nacional. Y no como marco jurídico que piense en reparar a las víctimas o satisfacer la posibilidad de que en Colombia transitemos hacia la democracia y la paz. Este es un conflicto provocado por causas estructurales que tienen que resolverse, más allá de quienes sólo pretenden meter en la cárcel a quienes fueron combatientes de las guerrillas. Además del reclamo sobre la tierra hay también un reclamo muy fuerte de parte de los sindicalistas, de partidos como la Unión Patriótica y otros sectores, que han planteado la necesidad de que se repare el daño político, más allá del daño individual a las víctimas. Que se repare el daño que significó pretender exterminar a muchos colectivos y organizaciones sociales en el país”.
Antequera sostiene que, de todas maneras, la paz no va a solucionar todos los problemas que existen hoy en el país. Según un informe presentado recientemente por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Todd Howland, en 2014 la tasa de pobreza en Colombia ha trepado al 24,8%, la tasa de mortalidad infantil en las regiones rurales es de las más altas del continente y los defensores de derechos humanos siguen en peligro -45 fueron asesinados en 2014-. “Por eso tienen que cumplirse los acuerdos tal como se ha dicho en materia agraria, en materia de drogas y participación política”, subraya Antequera. “Pero es cierto que tal vez esos cambios no van a ser los que solucionen todos los problemas del país. Esos cambios pasan por el hecho de que otros sectores gobiernen, con los movimientos sociales, que se acerquen mucho más a una concepción socializante de la economía y mucho menos a las concepciones neoliberales. Con la paz hay la esperanza de que puedan abrirse esos espacios de participación política y que esos cambios se den con un cambio en el gobierno del país”.
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